El Senado de la Nación, símbolo de la representación democrática, vuelve a estar en la mira. Esta vez, el epicentro del escándalo es el despacho de la senadora libertaria y pastora evangélica Vilma Bedia, quien acaba de protagonizar un acto que huele más a autoritarismo que a republicanismo: ordenó el apartamiento de tres asesores que cometieron un “delito” gravísimo… decirle la verdad.

Los trabajadores, con años de experiencia legislativa, señalaron con fundamentos jurídicos que el proyecto de Bedia -que pretendía barrer con la planta permanente del Congreso y eliminar la estabilidad del empleo público- era lisa y llanamente inconstitucional. Lo dijeron con base en el artículo 14 bis de la Carta Magna y en la Ley 24.600. Lejos de agradecerles, la legisladora los dejó fuera de su oficina y pidió su inmediata desafectación.

¿El motivo? No haber aplaudido una iniciativa que no solo no puede prosperar legalmente, sino que exhibe un profundo desconocimiento del marco institucional que la senadora jujeña juró respetar.

Y hay más: Bedia -quien había sido denunciada por contratar a familiares apenas asumió- aún mantiene en su equipo a uno de sus hijos, con la categoría A-1, la más alta del escalafón legislativo. Mientras castiga a quienes trabajan con rigor técnico, protege a los suyos con privilegios que contradicen el discurso de “casta” que tanto pregonan.

La escena es grotesca. Asesores sentados durante horas en un banco esperando ingresar a su lugar de trabajo. Un despacho convertido en feudo. Y una legisladora que, cuando recibe una crítica interna, responde con censura y persecución.

El gremio APL ya tomó nota. La vicepresidenta Victoria Villarruel también. Pero el silencio es, por ahora, ensordecedor. ¿Hasta cuándo el Congreso tolerará este tipo de atropellos?

Vilma Bedia se está convirtiendo en un caso testigo de cómo el poder, cuando no encuentra frenos internos, se transforma en abuso. No es libertad. Es prepotencia institucional.